Medio cojo y algo ciego iba "Zambrita", silbando una añeja melodía mexicana, había que cruzar el río con cuidado pues
las resbalosas piedras podrían jugarle una mala pasada. Se detuvo un rato a
escuchar el ritmo del agua al chocar con las piedras, siguió recto por el
cementerio pues su casa quedaba junto a él. No fueron pocas las bromas de los
asistentes a sus sesiones respecto de la cercanía del lugar con su casa.
Siempre vivió solo, y a pesar de
las habladurías de la gente muchos le tenían respeto y cariño en el lugar. Sus
grandes y morenas manos, arrugadas por el tiempo, habían sido el medio para
arreglar desbarajustes tanto de la naturaleza como de la irresponsabilidad de
los atendidos.
Siendo joven quiso ser músico,
tomaba la guitarra hechiza de su abuelo y la hacía rechinar, para desgracia de
los espectadores.
Su espíritu huraño, hosco y rebelde,
le impidió tener un trabajo estable y por lo mismo, mucho trabajo le costaba
mantenerse a diario. Nunca le faltó que comer eso sí, pues quieren fueron
gratificados con su simpatía recibieron las dotes de sus anochecidas manos. A
cambio recibía diariamente viandas de
alimentos.
Lo conocí por culpa de mi hermano, quien más que con una estrella, nació bien estrellado. No hacía mucho
que en motocicleta un “sapo” de la CNI lo chocó a la “mala” y quedó más que
descalabrado. En el hospital no quedó registro pues en esos tiempos pasaban
aquellas cosas, que prefiero no recordar. Como el registro del “accidente” se
perdió extrañamente en el hospital, no podía recibir atención, sumándole la
condición de exonerado no existían más medios que recurrir a Zambrita.
Había que llegar de tarde a casa
de Zambrita porque no le gustaba recibir visitas, tampoco aceptaba dinero, y
menos aceptaba atender a cualquiera. Nos hizo pasar, nos acomodamos, a
medida de que mi hermano contaba la historia de su pie
descalabrado parecía que el rostro del señor se iba enterneciendo. Lo aceptó y
comenzó el concierto de “cracks “(onomatopéyicamente hablando, no quiero que se
confunda Ud.) entre gritos y crujidos, esperé a que terminara su trabajo, fui
expulsada del recinto en un momento en que los alaridos me condujeron a la
habitación, No es cosa de mujeres gritó “Zambrita”. Salí como alma que se la
llevaba el diablo, ante la amenaza con un zapatón de madera.
Nos fuimos con mi hermano ya sin
cojera, algo aliviado más por contar su historia que por la atención recibida.
Desde ese día cada domingo antes
de pasar por el cementerio era cotidiano llevarle algún engañito a Zambrita, el
compositor de huesos.