sábado, 12 de octubre de 2013

El compositor de Huesos.

Medio cojo y algo ciego iba "Zambrita", silbando una añeja melodía mexicana, había que cruzar el río con cuidado pues las resbalosas piedras podrían jugarle una mala pasada. Se detuvo un rato a escuchar el ritmo del agua al chocar con las piedras, siguió recto por el cementerio pues su casa quedaba junto a él. No fueron pocas las bromas de los asistentes a sus sesiones respecto de la cercanía  del lugar con su casa.
Siempre vivió solo, y a pesar de las habladurías de la gente muchos le tenían respeto y cariño en el lugar. Sus grandes y morenas manos, arrugadas por el tiempo, habían sido el medio para arreglar desbarajustes tanto de la naturaleza como de la irresponsabilidad de los atendidos.
Siendo joven quiso ser músico, tomaba la guitarra hechiza de su abuelo y la hacía rechinar, para desgracia de los espectadores.
Su espíritu huraño, hosco y rebelde, le impidió tener un trabajo estable y por lo mismo, mucho trabajo le costaba mantenerse a diario. Nunca le faltó que comer eso sí, pues quieren fueron gratificados con su simpatía recibieron las dotes de sus anochecidas manos. A cambio recibía diariamente  viandas de alimentos.
Lo conocí por culpa de mi hermano, quien más que con una estrella, nació bien estrellado. No hacía mucho que en motocicleta un “sapo” de la CNI lo chocó a la “mala” y quedó más que descalabrado. En el hospital no quedó registro pues en esos tiempos pasaban aquellas cosas, que prefiero no recordar. Como el registro del “accidente” se perdió extrañamente en el hospital, no podía recibir atención, sumándole la condición de exonerado no existían más medios que recurrir a Zambrita.
Había que llegar de tarde a casa de Zambrita porque no le gustaba recibir visitas, tampoco aceptaba dinero, y menos aceptaba atender a cualquiera. Nos hizo pasar, nos acomodamos, a medida de que mi hermano contaba la historia  de su pie descalabrado parecía que el rostro del señor se iba enterneciendo. Lo aceptó y comenzó el concierto de “cracks “(onomatopéyicamente hablando, no quiero que se confunda Ud.) entre gritos y crujidos, esperé a que terminara su trabajo, fui expulsada del recinto en un momento en que los alaridos me condujeron a la habitación, No es cosa de mujeres gritó “Zambrita”. Salí como alma que se la llevaba el diablo, ante la amenaza con un zapatón de madera.
Nos fuimos con mi hermano ya sin cojera, algo aliviado más por contar su historia que por la atención recibida.
Desde ese día cada domingo antes de pasar por el cementerio era cotidiano llevarle algún engañito a Zambrita, el compositor de huesos.


La fregona

Cayó de la escalera de la casa, casi seis peldaños antes de terminar la labor. No podía tener tanta mala suerte, a los cincuenta años de edad ya no se podía dar esos lujos, menos sabiendo que un día descansado es un día no remunerado.
Se incorporó como pudo, adolorida hasta el contre, su sangre indígena en el torrente le daba la fortaleza para superponerse al dolor físico. Terminó su tarea diaria y volvió a paso lento al hogar, pensando en el modo de aliviar el dolor.
Recordó a la Fregona, mujer algo mayor que ella quien, tenía el don sanador en sus manos, desde niña la llevaron allí cuando su cuerpo sufría algún descalabro. Del mismo hecho ella poseía una columna zigzagueante, dos brazos bien torcidos y una cojera leve, producto de una niñez libre en los páramos de la sierra ecuatoriana.
Si bien no tenía mucha rectitud en sus extremidades, el dolor nunca hizo eco en ella, gracias a la fregona que se preocupó de darle una buena  friega cada vez que algún accidente la llevara por su casa.
Encaminó sus pasos hacia el hogar de la señora, golpeó dos veces y de repente asomó el rostro de una viejecilla que sonreía desdentadamente.
¡Pásele!, pásele pues  por acá. ¿Que le ha de haber pasado, en que le puedo  ayudar?, ¡mande pues!- le dijo rápidamente la mujer.
Tencha  contó tristemente su suerte de asesora del hogar y el accidente ocurrido, prontamente la hizo pasar y la recostó sobre la cama. Examinó su columna y dio un seco golpe con el costado de la palma rígido, que fue como un azote, similar a los bien propinados por el padre cuando no obedecía los mandados.
No se quejó, pues bien entendido el dolor era una sanación para el alma. Pasado un buen rato y con su   frente llena de sudor por los dolores, pensaba ya levantarse y partir a su hogar cuando el tono de la friega comenzaba su descanso.
 Las manos de la anciana, fuertes y toscas adoptaron un matiz suave y delicado. Su espalda se llenó de alivio, y su alma de afectos, sintió en las manos de la mujer la caricia de la abuela quien le daba su ponche de huevo por las mañanas junto a los bizcochos y el queso de hoja que más le gustaban. Evocó hermosos momentos de niñez junto a la abuela,  claras lágrimas brotaron de su interior aliviando las penas de la existencia.
Se incorporó y un leve mareo la hizo presa del miedo. La anciana algo preocupada le señaló que partiera no más que era muy tarde. No hubo dinero a cambio pues un pacto de alimentos habrá subsanado la deuda contraída.
Partió la mujer todavía más fregada que antes, pero con un dulce alivio en su alma de niña.