sábado, 12 de octubre de 2013

La fregona

Cayó de la escalera de la casa, casi seis peldaños antes de terminar la labor. No podía tener tanta mala suerte, a los cincuenta años de edad ya no se podía dar esos lujos, menos sabiendo que un día descansado es un día no remunerado.
Se incorporó como pudo, adolorida hasta el contre, su sangre indígena en el torrente le daba la fortaleza para superponerse al dolor físico. Terminó su tarea diaria y volvió a paso lento al hogar, pensando en el modo de aliviar el dolor.
Recordó a la Fregona, mujer algo mayor que ella quien, tenía el don sanador en sus manos, desde niña la llevaron allí cuando su cuerpo sufría algún descalabro. Del mismo hecho ella poseía una columna zigzagueante, dos brazos bien torcidos y una cojera leve, producto de una niñez libre en los páramos de la sierra ecuatoriana.
Si bien no tenía mucha rectitud en sus extremidades, el dolor nunca hizo eco en ella, gracias a la fregona que se preocupó de darle una buena  friega cada vez que algún accidente la llevara por su casa.
Encaminó sus pasos hacia el hogar de la señora, golpeó dos veces y de repente asomó el rostro de una viejecilla que sonreía desdentadamente.
¡Pásele!, pásele pues  por acá. ¿Que le ha de haber pasado, en que le puedo  ayudar?, ¡mande pues!- le dijo rápidamente la mujer.
Tencha  contó tristemente su suerte de asesora del hogar y el accidente ocurrido, prontamente la hizo pasar y la recostó sobre la cama. Examinó su columna y dio un seco golpe con el costado de la palma rígido, que fue como un azote, similar a los bien propinados por el padre cuando no obedecía los mandados.
No se quejó, pues bien entendido el dolor era una sanación para el alma. Pasado un buen rato y con su   frente llena de sudor por los dolores, pensaba ya levantarse y partir a su hogar cuando el tono de la friega comenzaba su descanso.
 Las manos de la anciana, fuertes y toscas adoptaron un matiz suave y delicado. Su espalda se llenó de alivio, y su alma de afectos, sintió en las manos de la mujer la caricia de la abuela quien le daba su ponche de huevo por las mañanas junto a los bizcochos y el queso de hoja que más le gustaban. Evocó hermosos momentos de niñez junto a la abuela,  claras lágrimas brotaron de su interior aliviando las penas de la existencia.
Se incorporó y un leve mareo la hizo presa del miedo. La anciana algo preocupada le señaló que partiera no más que era muy tarde. No hubo dinero a cambio pues un pacto de alimentos habrá subsanado la deuda contraída.
Partió la mujer todavía más fregada que antes, pero con un dulce alivio en su alma de niña.


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