Cayó de la escalera de la casa,
casi seis peldaños antes de terminar la labor. No podía tener tanta mala
suerte, a los cincuenta años de edad ya no se podía dar esos lujos, menos
sabiendo que un día descansado es un día no remunerado.
Se incorporó como pudo, adolorida
hasta el contre, su sangre indígena en el torrente le daba la fortaleza para
superponerse al dolor físico. Terminó su tarea diaria y volvió a paso lento al
hogar, pensando en el modo de aliviar el dolor.
Recordó a la Fregona, mujer algo mayor que ella quien, tenía el don sanador en sus manos, desde niña la llevaron allí cuando su
cuerpo sufría algún descalabro. Del mismo hecho ella poseía una columna
zigzagueante, dos brazos bien torcidos y una cojera leve, producto de una niñez
libre en los páramos de la sierra ecuatoriana.
Si bien no tenía mucha rectitud
en sus extremidades, el dolor nunca hizo eco en ella, gracias a la fregona que
se preocupó de darle una buena friega cada vez que algún accidente la llevara por su
casa.
Encaminó sus pasos hacia el hogar
de la señora, golpeó dos veces y de repente asomó el rostro de una viejecilla
que sonreía desdentadamente.
¡Pásele!, pásele pues por acá. ¿Que le ha de haber pasado, en que le
puedo ayudar?, ¡mande pues!- le dijo
rápidamente la mujer.
Tencha contó tristemente su suerte de asesora del
hogar y el accidente ocurrido, prontamente la hizo pasar y la recostó sobre la
cama. Examinó su columna y dio un seco golpe con el costado de la palma rígido,
que fue como un azote, similar a los bien propinados por el padre cuando no
obedecía los mandados.
No se quejó, pues bien entendido
el dolor era una sanación para el alma. Pasado un buen rato y con su frente llena
de sudor por los dolores, pensaba ya levantarse y partir a su hogar cuando el
tono de la friega comenzaba su descanso.
Las manos de la anciana, fuertes y toscas adoptaron un matiz suave y delicado. Su espalda se llenó de alivio, y su alma de afectos, sintió en las manos de la mujer la caricia de la abuela quien le daba su ponche de huevo por las mañanas junto a los bizcochos y el queso de hoja que más le gustaban. Evocó hermosos momentos de niñez junto a la abuela, claras lágrimas brotaron de su interior aliviando las penas de la existencia.
Las manos de la anciana, fuertes y toscas adoptaron un matiz suave y delicado. Su espalda se llenó de alivio, y su alma de afectos, sintió en las manos de la mujer la caricia de la abuela quien le daba su ponche de huevo por las mañanas junto a los bizcochos y el queso de hoja que más le gustaban. Evocó hermosos momentos de niñez junto a la abuela, claras lágrimas brotaron de su interior aliviando las penas de la existencia.
Se incorporó y un leve mareo la hizo
presa del miedo. La anciana algo preocupada le señaló que partiera no más que era muy
tarde. No hubo dinero a cambio pues un pacto de alimentos habrá subsanado la
deuda contraída.
Partió la mujer todavía más
fregada que antes, pero con un dulce alivio en su alma de niña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario