Anochecía y la orquesta se disponía a presentar su diaria función. Inmensa era la luna que llenaba los espacios solitarios del estío, quien llevaba de compañera a la sequía casi como una novia impuesta, desde hacía unos cuantos años. Una tibia brisa abochornaba los ánimos inocentemente.
A pesar de verse siempre muy compuesto, con su traje marrón brillante de experimentado violinista, no podía contener sus ansiedades, desde que tomó conciencia de su ser, no lograba aceptar las vicisitudes del vivir. Sin consuelo, a menudo y acongojado por la nada que lo había hecho preso de si mismo, no lograba desasirse del vacío y caía lívido ante la duda. No eran pocos los que compartían su oficio y terminaban en el fondo del lago buscando llenar líquidamente esa ausencia que ahora le agobiaba.
El croar de los sapos indicaba que comenzaría pronto la función, caminó con paso lento por la orilla del estanque divisando levemente su silueta en un espejo de barro. La inquietud, el sentimiento de ser arrojado al mundo, desvalido y solo, crecía a pasos agigantados mientras la multitud esperaba su concierto.
Interpretó su pieza musical de un modo magistral, trenos universales llenaron la estación y siguieron vaciando su alma, como cada día, como cada noche, como siempre que la rutina daba el compás de marcha en sus pies, en sus manos y en todo.
Trepó saltamonteando como pudo al estanque blanquecino, entonó un par de melodías y la onda provocada por los pasos de los ahora despiertos moradores logró su efecto hipnótico y abriendo ampliamente su boca, saltó al agua para llenar en un suspiro su vacío existencial.
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